Por Mario
Vargas Llosa, 24 de febrero de 2013
PIEDRA DE
TOQUE.
Benedicto XVI trató de responder a descomunales desafíos con valentía y
decisión, aunque sin éxito. La cultura y la inteligencia no bastan para
enfrentar el maquiavelismo de los intereses creados
No sé por qué
ha sorprendido tanto la abdicación de Benedicto XVI; aunque excepcional, no era
imprevisible. Bastaba verlo, frágil y como extraviado en medio de esas
multitudes en las que su función lo obligaba a sumergirse, haciendo esfuerzos
sobrehumanos para parecer el protagonista de esos espectáculos obviamente
írritos a su temperamento y vocación. A diferencia de su predecesor, Juan Pablo
II, que se movía como pez en el agua entre esas masas de creyentes y curiosos
que congrega el Papa en todas sus apariciones, Benedicto XVI parecía totalmente
ajeno a esos fastos gregarios que constituyen tareas imprescindibles del
Pontífice en la actualidad. Así se comprende mejor su resistencia a aceptar la
silla de San Pedro que le fue impuesta por el cónclave hace ocho años y a la
que, como se sabe ahora, nunca aspiró. Sólo abandonan el poder absoluto, con la
facilidad con que él acaba de hacerlo, aquellas rarezas que, en vez de
codiciarlo, desprecian el poder.
No era un
hombre carismático ni de tribuna, como Karol Wojtyla, el Papa polaco. Era un
hombre de biblioteca y de cátedra, de reflexión y de estudio, seguramente uno
de los Pontífices más inteligentes y cultos que ha tenido en toda su historia la Iglesia católica. En una
época en que las ideas y las razones importan mucho menos que las imágenes y
los gestos, Joseph Ratzinger era ya un anacronismo, pues pertenecía a lo más
conspicuo de una especie en extinción: el intelectual. Reflexionaba con hondura
y originalidad, apoyado en una enorme información teológica, filosófica,
histórica y literaria, adquirida en la decena de lenguas clásicas y modernas
que dominaba, entre ellas el latín, el griego y el hebreo.
Le ha tocado uno de los períodos más difíciles que ha
enfrentado el cristianismo en sus más de dos mil años de historia.
Aunque
concebidos siempre dentro de la ortodoxia cristiana pero con un criterio muy
amplio, sus libros y encíclicas desbordaban a menudo lo estrictamente dogmático
y contenían novedosas y audaces reflexiones sobre los problemas morales,
culturales y existenciales de nuestro tiempo que lectores no creyentes podían
leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido— turbación. Sus tres
volúmenes dedicados a Jesús de Nazaret, su pequeña autobiografía y sus tres
encíclicas —sobre todo la segunda, Spe Salvi, de 2007, dedicada a analizar la
naturaleza bifronte de la ciencia que puede enriquecer de manera extraordinaria
la vida humana pero también destruirla y degradarla—, tienen un vigor
dialéctico y una elegancia expositiva que destacan nítidamente entre los textos
convencionales y redundantes, escritos para convencidos, que suele producir el
Vaticano desde hace mucho tiempo.
A Benedicto
XVI le ha tocado uno de los períodos más difíciles que ha enfrentado el
cristianismo en sus más de dos mil años de historia. La secularización de la
sociedad avanza a gran velocidad, sobre todo en Occidente, ciudadela de la Iglesia hasta hace
relativamente pocos decenios. Este proceso se ha agravado con los grandes
escándalos de pedofilia en que están comprometidos centenares de sacerdotes
católicos y a los que parte de la jerarquía protegió o trató de ocultar y que
siguen revelándose por doquier, así como con las acusaciones de blanqueo de
capitales y de corrupción que afectan al banco del Vaticano.
El robo de
documentos perpetrado por Paolo Gabriele, el propio mayordomo y hombre de
confianza del Papa, sacó a la luz las luchas despiadadas, las intrigas y
turbios enredos de facciones y dignatarios en el seno de la curia de Roma
enemistados por razón del poder. Nadie puede negar que Benedicto XVI trató de
responder a estos descomunales desafíos con valentía y decisión, aunque sin
éxito. En todos sus intentos fracasó, porque la cultura y la inteligencia no
son suficientes para orientarse en el dédalo de la política terrenal, y
enfrentar el maquiavelismo de los intereses creados y los poderes fácticos en
el seno de la Iglesia ,
otra de las enseñanzas que han sacado a la luz esos ocho años de pontificado de
Benedicto XVI, al que, con justicia, L’Osservatore Romano describió
como “un pastor rodeado por lobos”.
Los esfuerzos por poner fin a las acusaciones de blanqueo
de capitales y otros delitos del banco del Vaticano tampoco han tenido
éxito
Pero hay que
reconocer que gracias a él por fin recibió un castigo oficial en el seno de la Iglesia el reverendo
Marcial Maciel Degollado, el mejicano de prontuario satánico, y fue declarada
en reorganización la congregación fundada por él, la Legión de Cristo, que hasta
entonces había merecido apoyos vergonzosos en la más alta jerarquía vaticana.
Benedicto XVI fue el primer Papa en pedir perdón por los abusos sexuales en
colegios y seminarios católicos, en reunirse con asociaciones de víctimas y en
convocar la primera conferencia eclesiástica dedicada a recibir el testimonio
de los propios vejados y de establecer normas y reglamentos que evitaran la
repetición en el futuro de semejantes iniquidades. Pero también es cierto que
nada de esto ha sido suficiente para borrar el desprestigio que ello ha traído
a la institución, pues constantemente siguen apareciendo inquietantes señales
de que, pese a aquellas directivas dadas por él, en muchas partes todavía los
esfuerzos de las autoridades de la
Iglesia se orientan más a proteger o disimular las fechorías
de pedofilia que se cometen que a denunciarlas y castigarlas.
Tampoco
parecen haber tenido mucho éxito los esfuerzos de Benedicto XVI por poner fin a
las acusaciones de blanqueo de capitales y tráficos delictuosos del banco del
Vaticano. La expulsión del presidente de la institución, Ettore Gotti Tedeschi,
cercano al Opus Dei y protegido del cardenal Tarcisio Bertone, por
“irregularidades de su gestión”, promovida por el Papa, así como su reemplazo
por el barón Ernst von Freyberg, ocurren demasiado tarde para atajar los
procesos judiciales y las investigaciones policiales en marcha relacionadas, al
parecer, con operaciones mercantiles ilícitas y tráficos que ascenderían a
astronómicas cantidades de dinero, asunto que sólo puede seguir erosionando la
imagen pública de la Iglesia
y confirmando que en su seno lo terrenal prevalece a veces sobre lo espiritual
y en el sentido más innoble de la palabra.
Joseph
Ratzinger había pertenecido al sector más bien progresista de la Iglesia durante el
Concilio Vaticano II, en el que fue asesor del cardenal Frings y donde defendió
la necesidad de un “debate abierto” sobre todos los temas, pero luego se fue
alineando cada vez más con el ala conservadora, y como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) fue
un adversario resuelto de la Teología
de la Liberación
y de toda forma de concesión en temas como la ordenación de mujeres, el aborto,
el matrimonio homosexual e, incluso, el uso de preservativos que, en algún
momento de su pasado, había llegado a considerar admisible.
Sus ideas, alineadas con el ala más conservadora, hacían
de él un anacronismo dentro del anacronismo en que se ha convertido la Iglesia
Esto, desde
luego, hacía de él un anacronismo dentro del anacronismo en que se ha ido
convirtiendo la Iglesia.
Pero sus razones no eran tontas ni superficiales y quienes
las rechazamos, tenemos que tratar de entenderlas por extemporáneas que nos
parezcan. Estaba convencido que si la Iglesia católica comenzaba abriéndose a las
reformas de la modernidad su desintegración sería irreversible y, en vez de
abrazar su época, entraría en un proceso de anarquía y dislocación internas
capaz de transformarla en un archipiélago de sectas enfrentadas unas con otras,
algo semejante a esas iglesias evangélicas, algunas circenses, con las que el
catolicismo compite cada vez más –y no con mucho éxito— en los sectores más
deprimidos y marginales del Tercer Mundo. La única forma de impedir, a su
juicio, que el riquísimo patrimonio intelectual, teológico y artístico
fecundado por el cristianismo se desbaratara en un aquelarre revisionista y una
feria de disputas ideológicas, era preservando el denominador común de la
tradición y del dogma, aun si ello significaba que la familia católica se fuera
reduciendo y marginando cada vez más en un mundo devastado por el materialismo,
la codicia y el relativismo moral.
Juzgar hasta
qué punto Benedicto XVI fue acertado o no en este tema es algo que, claro está,
corresponde sólo a los católicos. Pero los no creyentes haríamos mal en
festejar como una victoria del progreso y la libertad el fracaso de Joseph
Ratzinger en el trono de San Pedro. Él no sólo representaba la tradición
conservadora de la Iglesia ,
sino, también, su mejor herencia: la de la alta y revolucionaria cultura
clásica y renacentista que, no lo olvidemos, la Iglesia preservó y
difundió a través de sus conventos, bibliotecas y seminarios, aquella cultura
que impregnó al mundo entero con ideas, formas y costumbres que acabaron con la
esclavitud y, tomando distancia con Roma, hicieron posibles las nociones de
igualdad, solidaridad, derechos humanos, libertad, democracia, e impulsaron
decisivamente el desarrollo del pensamiento, del arte, de las letras, y
contribuyeron a acabar con la barbarie e impulsar la civilización.
La decadencia
y mediocrización intelectual de la
Iglesia que ha puesto en evidencia la soledad de Benedicto
XVI y la sensación de impotencia que parece haberlo rodeado en estos últimos
años es sin duda factor primordial de su renuncia, y un inquietante atisbo de
lo reñida que está nuestra época con todo lo que representa vida espiritual,
preocupación por los valores éticos y vocación por la cultura y las ideas.
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Llosa, 2013