20 de diciembre de 2009

REFLEXIÓN DE NOCHEBUENA


La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros,
y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre
como Hijo único, lleno de gracia y de verdad
(Jn 1, 14)


DIOS SE HACE UN HOMBRE
Una reflexión de Nochebuena


Estamos ante la noche bendita de la Navidad. Tal vez hoy, como pocas veces, me planteo (o más bien, intentando ser coherente, supongo que es el Espíritu quien me lo plantea) con tal perspectiva de inmensidad la cuestión del ingreso de Dios en persona, en la historia de los hombres.
Creo que nunca como hoy me enfrenté con el hecho concreto de que el Dios todopoderoso, creador del hombre y el universo, irrumpió en la realidad humana, y asumiendo de una vez y para siempre la condición de su criatura, se hizo uno de nosotros. Con toda la debilidad y el dolor que conllevan el ser criatura, nacido de mujer y sujeto a todas las miserias. No espectador, aunque sea de de primera fila, sino protagonista del drama de los hombres. Que se alegra, sufre y sueña como cualquier hombre o mujer de esta tierra; como yo y como vos.
«La Palabra se hizo carne» significa que, desde la misma concepción en el seno virginal de María, la naturaleza del Verbo (la Palabra por la que Dios se expresa), segunda Persona de la Trinidad Santa, estaba en Jesús junto a la humana. El que se estaba gestando en su vientre era el verdadero Dios y un verdadero hombre. El rostro visible del Dios invisible.
Por eso, a partir de su triunfo en la Cruz y de que el Padre recuperara junto a sí a su Hijo amado, aquel “hijo del carpintero” que anduvo descalzo por los caminos polvorientos de la Galilea y la Judea, el que perdonó a la pecadora arrepentida y al apóstol temeroso y acobardado, es ahora «el Alfa y la Omega, el Primero y el Último…el que estuvo muerto y vive por los siglos de los siglos; el que posee las llaves de la muerte y del Abismo» de las visiones de San Juan (Apoc 1,17/18).
El trono del Eterno es ahora compartido por alguien que nació de madre terrenal como la mía, y necesitó que le limpiaran los mocos, le lavaran el trasero y le cambiaran los pañales, igual que yo; que padeció tristezas, fracaso y frustraciones, como yo; que habiendo asumido libremente cumplir la voluntad de su Padre, cargó sobre sí mis miserias y pecados, y para librarme para siempre de esa carga se dejó crucificar con ellos en un Madero.
Él es Quien, sin perder nada de su humanidad –ni tampoco de su divina naturaleza– llevando consigo toda su historia humana, «que contiene en sus heridas toda su vida pasada, el destino experimentado, su pasión y su muerte»*, comparte ahora en cuerpo y espíritu el trono del Creador y Señor del cosmos y de la historia, de tal modo que bien podríamos persignarnos y decir: en el nombre del Padre, y de Jesús el hijo de María, y del Espíritu Santo, sin temor a cometer ningún yerro ni herejía.

¡Qué alegría que sea el hijo de María, el que «comparte la existencia, la responsabilidad y la dignidad de Dios, en una inseparable identidad»*, el que forma parte de la Trinidad Santísima (y nosotros con Él y en Él), «el que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros» (Ro 8,34)!
Tan trascendente es el hecho, que luego de la resurrección y la ascensión al cielo, donde el Señor vuelve a ocupar su lugar junto al Padre, ya no es solamente “el Verbo” quien se sienta a su derecha, sino que es además el Hombre Jesús de Nazaret; el hijo de María. Es uno de nosotros. Un Dios que se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. ¡Ahora sí podemos exclamar con Pablo sin ningún temor a exagerar: «Nosotros somos de la raza de Dios»! (Hech 17,29).
Y por carácter transitivo Dios es de la nuestra, y conoce de primera mano; desde “adentro”; por experiencia personal, todo lo atinente al hombre. No le habla más desde lo alto, sino como a un igual. Caído en desgracia y rescatado, pero igual en todo al Hijo de María; al Verbo eterno, excepto en el pecado.
«Por un lado, el Creador, por el otro, un hombre unido a la creación, formando un solo hombre con nosotros –la cabeza y el cuerpo.»
Hoy intuyo que, más allá de su lado espiritual, el hecho tiene un aspecto humano, histórico, y filosófico de enorme trascendencia, que cambia la naturaleza y el destino del hombre. Valdrá la pena orar y considerarlo con tiempo y serenidad, confiados en la asistencia del Espíritu. «Oramos a Cristo en su condición de Dios, y Él ora en su condición de siervo. Nosotros le oramos y oramos por Él y en Él.»
Y por añadidura, te recuerdo que el «Dios que se hizo hombre y seguirá siéndolo por toda la eternidad»*; Aquél con quién están los míos, y con quién espero estar yo, en gozosa intimidad, es el que humildemente me dice: «Mirá que estoy a la puerta y llamo, si alguno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Apoc. 3,20).
Me propongo (y te propongo) vivir con el oído atento.
Enviado por Nestor Barbarito, integrante del Café del Abrazo Literario.
Le agradecemos tan bella reflexión como saludo navideño que compartimos con nuestros
ciberlectores.

* Son Palabras de Romano Guardini

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nestor.: Buenisimo lo que has elegido como reflexion para esta
Nochebuena, cargada de esperanza
para todos aquellos que creemos en
el Divino Ninio de Belen.
Un Abrazo Literario con mis mejores deseos en estas Fiestas.!

ETELVINA