24 de diciembre de 2010

UNA NAVIDAD DISTINTA

por Liana Castello

Escritora
castelloliana@gmail.com

Tomado de la revista virtual San Pablo de diciembre de 2010.

León era el hijo menor de una familia bien acomodada. Para él y su familia, la Navidad siempre había sido algo muy importante, digna de festejar. Quizás el niño desconocía el porqué, pero estaba acostumbrado a que la Navidad se recibía a lo grande.

Su madre colocaba flores y guirnaldas por toda la casa. Ponía la mejor vajilla en la mesa y preparaba los más sabrosos platos. Su padre decoraba el frente de la casa, y, luego de las doce, el árbol se llenaba de decenas de paquetes envueltos con papeles metalizados y moños de colores.

Todos disfrutaban cada Navidad, sin embargo, en verdad, León no sabía bien qué era lo que realmente estaban festejando cada uno en el fondo de su corazón. Distraído en decoraciones y cartas a papá Noel, nunca se había puesto a pensar en lo esencial de tal fecha. Poco le faltaba para averiguarlo.

La víspera de Nochebuena decidió salir a dar un paseo. Aunque su madre le pidió que no lo hiciera, puesto que se avecinaba una tormenta de nieve, el niño no hizo caso.

Se alejó más de la cuenta, y, cuando quiso volver, ya la tormenta estaba sobre él, y nada pudo hacer. Desorientado, caminó buscando un refugio que no le fue fácil encontrar. Perdió la cuenta de cuánto había andado, hasta que llegó a una casa muy humilde.

Golpeó la puerta donde sólo había colgado un pequeño moño rojo de una tela vieja y raída.

¿Qué haces, pequeño, en el medio de este temporal? –preguntó una señora muy amable al tiempo que lo hacía pasar.

Lo abrigó con una cobija y, mientras le servía un chocolate de muy mala calidad pero muy calentito, le pidió que le contase cómo había llegado hasta allí.

León le contó que, desobedeciendo a su madre, había salido a pasear y que lo había sorprendido la tormenta.

¿Puedo llamar a mi mamá? –dijo sollozando el niño.

Es que no tenemos teléfono, pequeño, sino con gusto –contestó la señora.

¿Y cómo haré para volver? ¡Mañana es Nochebuena! −exclamó León muy angustiado.

Algo se nos va a ocurrir, no llores. Ya verás, cuando vengan mi esposo y mis hijos, algo pensaremos todos juntos.

¿Y ellos dónde están? −preguntó León.

Trabajando.

¿Con esta tormenta?

Si no trabajamos, no comemos, con o sin tormenta −respondió resignada la señora.

A los pocos minutos, entraron el esposo y los tres hijos. El menor parecía de la edad de León. Todos con sus caras frías, rojas, tiritando, pero sonrientes.

María, así se llamaba la dueña de casa, relató a su esposo cómo había llegado hasta allí el pequeño.

Esperemos que pase la tormenta y saldremos a buscar a tu familia –propuso José.

La tormenta era más intensa cada hora que pasaba. Se hacía imposible salir de la casa sin que alguno corriese peligro.

León pensaba que ya no podría ver a su familia para la Nochebuena, y eso lo angustiaba mucho. También era cierto que pensaba en los regalos que quedarían sin abrir en el gran árbol de su casa, y, por un momento, lo desconcertó no distinguir qué lo preocupaba más.

Esperemos que mañana todo mejore –dijo José–, mientras tanto, serás nuestro invitado de lujo.

León pensó que “lujo” no era la palabra que más se ajustaba a las circunstancias, tiempo después, se daría cuenta de lo equivocado que estaba.

Con más detenimiento, miró el humilde ambiente, no vio ningún árbol adornado, sino un pesebre con un niño Jesús, algo deteriorado, con flores frescas y aromáticas a su lado.

No había guirnaldas, ni moños, tampoco preparativos de una gran comida, pero todo era cálido y festivo.

Se sentaron a cenar, y, como único plato, María sirvió una sopa que, para sorpresa de León, resultó ser la más rica que hubiese probado.

A la hora de dormir, le cedieron la cama más cerca del hogar. María le dio las buenas noches y besando su frente, le dijo:

Verás que mañana todo mejora, no te preocupes.

A la mañana siguiente, el tiempo empeoró aun más. León despertó llorando, y aumentó su desconsuelo cuando miró por la ventana.

No llores –lo animó el más chiquito de la familia–. Hoy es un día de fiesta, ya te reencontrarás con tu familia, disfrutemos de los preparativos.

¿Preparativos? −se preguntó León.

Como leyéndole la mente, el más pequeño le explicó:

Como hoy es un día especial, mi mamá horneará pan, y cada uno de nosotros preparará un regalo sorpresa para otro miembro de la familia… ahora también habrá que preparar uno para ti.

León estaba confundido. Por un lado, se sentía triste, por el otro, conmovido de ver cómo, con tan poco, la familia era feliz y podía festejar.

Pasó la tarde observando a cada miembro de la familia que preparaba, en secreto, un regalo, sólo uno, para el otro, a María horneando pan y a José que buscaba, casi infructuosamente, más flores frescas para el niño Jesús.

Era casi la hora de cenar, y la tormenta seguía acechando. Comenzó a resignarse a que no vería a su familia esa Nochebuena, pero la idea –si bien lo entristecía− no lo desesperaba ya.

María puso la mesa de la misma manera que la noche anterior, sólo unos ramos de muérdago fresco la adornaban.

Cada miembro de la familia colocó su regalito, envuelto precariamente, junto al niño Jesús.

¿No esperan a Papá Noel? –preguntó intrigado León.

No es que no lo esperemos, hijo, con esta tormenta, no podrá venir. Mejor le ofrendamos al niño Dios nuestros obsequios para que él los bendiga y bendiga también a quien lo reciba –contestó José.

Se bañaron y se cambiaron de ropa. No era ropa que León estuviese acostumbrado a ver en una Nochebuena; era la más linda que la familia tenía.

Para recibir al niño Dios –expresó María emocionada y colocó una flor en su cabello.

León observaba a María, José y sus hijos como vivían una Nochebuena tan humilde y tan sentida. Cada uno sabía que lo que iba a ocurrir era un milagro. El niño Dios nacería una vez más, y ellos lo recibirían de la mejor manera posible. León empezó a entender que la palabra lujo sí cabía en esa familia.

Cuando iban a sentarse a la mesa, golpearon la puerta. Con gran emoción, León advirtió que eran sus papás, quienes, gracias a tener una potente camioneta, habían podido encontrarlo.

Luego de abrazar a su hijo y agradecer la hospitalidad de la familia, quisieron retirarse a celebrar la Nochebuena en su casa.

Quédense por favor –los invitó María–. Será un honor para nosotros compartir la mesa.

No es bueno volver a tomar la ruta con esta lluvia, sean nuestros invitados de lujo, hoy es un día de fiesta, y hay que celebrar –insistió José. De lujo” ya no sonó extraño en los oídos de León y, menos aún, en su corazón.

Esa fue una Nochebuena diferente, sin moños, sin árbol, sin grandes paquetes, ni manteles, ni copas.

Sin embargo y para su sorpresa, había sido de lujo, un pan horneado, un regalo hecho con amor, la fe con la que esperaban al niño y tantos gestos simples e inmensos a la vez.

Esto no significó que León no volviese a disfrutar de su árbol de Navidad, los regalos, la comida, no obstante, aprendió que el verdadero sentido de las cosas no se envuelve con un moño, ni entra en ningún paquete y que puede haber lujo donde habita el amor, sea en las condiciones que sea.

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